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COMENDADOR

NUBES BAJAS

Entre estos escombros no se vive mal,
pues las lilas toman el verdín en primavera y lo someten.

Un día lo entendí de pronto, entendí que el suelo lo poblaban los cadáveres
de todos los que habían hecho el tiempo, las casonas que ya se están cayendo;
aquellos que plantaron los árboles que hoy son gigantes pequeños
que cobijan bandadas de estorninos y proyectan su sombra en las cabezas
mondas de los ancianos. Recordé a la abuela sin saber por qué,
de negro inmaculado siempre y oliendo al alcohol con el que cada día se limpiaba
los cabellos, doblando la ropa recién planchada y colocándola en el viejo aparador
de la salita. Siempre hablaba a solas. ‘Antonia, qué mayor vas, se te olvidan las cosas
más comunes y te da mucha rabia’. Se moría de tristeza sin morirse y era el párkinson.
Empezaba a temblar su mano izquierda y me miraba como diciéndome ‘no mires’. 
Se agarraba por la muñeca con la mano derecha y guardaba el silencio más expresivo
que conozco. ‘Toma el cubo de zinc y ve a por cisco, corindilla’, me decía.
Yo sabía que había cisco suficiente para el brasero y que la abuela quería
quedarse sola con aquel temblor cabrón. Yo entonces era hijo único
y vivía con la abuela no sé si para sustituir al hijo que murió o al abuelo.
Desaparecido, decía, ¿y estas manchas de sangre?,
¿y estas tres quemaduras en el pecho?,
¿y la carta que encontré escondida en la chimenea?
Tenía la camisa entre las manos, la acariciaba y el temblor se iba,
y entonces comenzaba aquella saeta civil y profana, bellísima…
Cabrones, maricones, asesinos, hijos de la gran puta…


Y aquí se vive bien entre estos escombros, entre todos los hombres humillados, en este foso inmenso de cadáveres que aún conservan sus botas de boscan y de suela. Aquí se vive bien y debo repetírmelo constantemente como una oración pagana… Aquí se vive bien, aquí se vive bien, aquí se vive bien.

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