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Mostrando entradas de junio 17, 2007

Todo juega a ser permanencia.

La noche fue de Valpurgis cachondo, con la grata compañía inesperada de mi amigote José Servando Sánchez y las esperadas de Gerardo, Josema, Ricardo y Jacinto… Truchas jacintas molonas del Tormes y del día, huevos fritos de granja con patatitas y pimentón, vinillo, postre compartido, risas, charleta y partidita bruja hasta las tantas y a dormir con un día más gastado. Y por la mañana a las labores premysas con su asamblea general [la cuarta] de asentimiento y brindis, con la expectante novedad [de tono bajo] de conocer a los nuevos dirigentes [cantados, por otra parte]: Antoñito Caldera, Enrique Sánchez Guijo y Ángel de Prado [a ver qué cojones se inventa ahora la COPE para seguir jodiendo… y a ver qué escupe Lanzamierdas, que escupirá de seguro]. Entre las novedades, cuatro nuevos talleres de empleo con diversidad y extensión en el territorio, proyectos a centenares y un solventable déficit económico, personal de tropa algo nervioso [hace falta alguien que ponga relax y estipule buen

Exponerse al otro.

Habla mi amigo Diego F. Magdaleno –en la entrada de ayer en su blog– sobre la necesidad de exponerse permanentemente ante los otros [http://laspalabrasdelagua.blogspot.com/2007/06/debera-estar-practicando.html], y lo hace a partir de sus certezas vocacionales y de sus obsesiones de búsqueda. Siempre tomo nota de sus comentarios acertadísimos e intento seguir cada una de sus propuestas de lectura, vida y comportamiento social y humanista [gracias por la impronta, amigo], y hoy me apetece hablarle de esa exposición a los otros que a él le produce tantas dudas [a pesar de que persevera en ella para mi suerte y la de muchos que le seguimos y no tenemos otra forma de tenerle cerca]. Existimos, Diego, si –y solo si– el otro existe; somos por comparación, por enfrentamiento, por apetencia, por roce, por intercambio de humores, por miradas, por amor y por odio, por decepción, por afinidad, por ausencia… y de ese ‘ser’ conseguimos hacernos y deshacernos, estar y dejar de estar, crecer o agotarn

El masoquismo de Dios.

La breve y preclara demostración del masoquismo de Dios que escribió Cesare Pavese es extraordinaria y abrumadora. Dice el colega: “Puesto que Dios podía crear una libertad que no consintiese el mal, se concluye que el mal lo ha querido él. Pero el mal le ofende. Es por consiguiente un trivial caso de masoquismo.”. Debo escribir que don Cesare lleva ya muchos años siendo norte para este gañán, que me acompaña en la soledad, que me lleva a la sonrisa, que me hace ver claro, que me pone triste… pero, sobre todo, que me hace entender de una forma hermosa y me obliga a pensar buscando mi criterio. Qué hacéis que no estáis corriendo ya a buscar en vuestra librería favorita “El oficio de vivir”. Sería perderse una parte importante de las cosas que nos ofrece la vida. De Tontopoemas ©...

¿Quién necesita más, el que mira o el que recibe la mirada?

Hay una carne trémula que despierta todos los principios de verano, una carne que alumbra sinsentidos y riza disparates, que se lanza a los ojos como una flecha hacia la nada, infligiendo una herida turbadora en quien la recibe. Esa carne bien hecha resultaría sabrosa si el comensal no fuera ya por los postres o por el exacto café de sobremesa. En fin… que los abrigos ya cuelgan de las perchas, ahorcados [que diría la más poética Rosa Chacel], junto a las prendas de lana de cuello alto y los pantalones cheviot… y vuelven los vaporosos blancos para mostrar esos cuellos que tienen las corzas y los pechos urgentes [turgentes] que dan nota de la temperatura igual que los frailones de calendario. Ya reposan tranquilas las bragorrias orejeras, porque es tiempo de tangas, y las camisetinas interiores son bien sustituidas por esos top’s de lycra que enseñan más que esconden y hasta quizás por nada… Tiempo para sufrir como varones el mal de la mirada que busca raudo el centro, la lentitud golos

Busco una unidad para medir el riesgo que me tomo cada hora.

Hoy me dijo Agustín Hernández, el padre de mi amigo Alberto, que el mundo es de los que corren riesgos y se la juegan a todo o nada, y me lo decía con cierta sonrisa pícara entrenada en los naipes jubilados que ponen paz donde arden los finales. Me fijé en que sus ojos y su mirada son exactamente iguales que los de Alberto, unos ojos y una mirada que encierran pasión por las cosas y una inteligencia fuera de toda duda. “De los que corren riesgos, Felipe… Todo lo que he conseguido en mi vida lo he hecho a base de arriesgar lo que tenía y lo que no tenía… y eso llena la vida…”. Le pregunté que qué quería tomar y me contestó: “Gracias, sólo he venido a jugarme el café, como todos los días”. Y, claro, es que la vida es un juego… Era un juego cuando salía del cine de los Salesianos con aquel síndrome Maciste, cuando me la jugaba a estudiar sólo cinco temas de los diez que entraban en el examen de ciencias, cuando ponía énfasis en los roces con la chica de flequillo Jane Birkin, cuando sólo

Días de cine.

Cuando conocí a Jon Finch, yo calzaba chirucas y él unos Sebago negros, yo lucía una barba menuda y rubia y él iba perfectamente afeitado, yo bebía manchada y él se ponía tibio a coñac de marca. Fue en Salamanca durante el año 1976. John protagonizaba una película de José María Forqué [“El hombre de la cruz verde”] y yo hacía de figurante con tres papeles de paso [soldado, picapedrero y mendigo]. Los actores, entre los que figuraba Fernando Rey, ponían una rígida distancia con los mindundis de a mil pelas el día [las 24 horas], pero yo me las arreglé para comer junto a Jon un par de aquellos sanjacobos que ponían los del remolque de cocina. El hombre ya andaba bastante metido en alcohol a aquella hora y se rebajó a chapurrear conmigo en un castellano que yo no entedía y en un inglés que entendía bastante menos. No nos caímos mal y continuamos la comida hasta el final en una de aquellas mesitas provisionales manteniendo un diálogo de sordos a viva voz y una conversación de gestos y cont

Ser agua a mares.

Agua a mares durante toda la noche y yo metidito bajo mi edredón disfrutando del golpear del agua en el tejado y en las ventanas, resistiéndome a dormir para extender el gozo que siento siempre en estas circunstancias. ¿Por qué esa pasión por el agua, esa necesidad de nublados, de viento y de chubascos? Mi primer recuerdo con los aguaceros son los recreos salesianos, refugiado bajo los enormes arcos del patio porticado, mirando anonadado cómo caía el agua junto a los goterones y los chorros que escupía el tejado de la iglesia… y aquel volver a casa sin paraguas pisando todos los charcos con mis botas Katiuskas verdes y duchándome bajo los balcones, sobre la acera, o golpeando las acacias de la calle Colón para que soltasen de golpe el agua que retenían… Luego me llegan los días de chicas y lluvia [tenía entonces una gabardina marrón y un Piuma d’Oro de cuadritos azul marino]. Los grupos de muchachos y muchachas nos refugiábamos en el recién estrenado templete del parque y nos apretábam